El Amante de Buenos Aires
Ver exposición de El Amante de Buenos Aires en el Centro Cultural Recoleta

Del amor y la fugacidad
Por Eduardo Villar  (Periodista. Editor de Arte de revista Ñ)

Así son los amantes: indulgentes, dispuestos siempre a ver belleza donde otros sólo son capaces de ver defectos o decrepitud. Claudio Larrea ama a Buenos Aires y es indulgente con ella. Durante diez años se alejó de la ciudad, la dejó por la hermosísima Barcelona. El reencuentro no fue fácil. En 2001 la ciudad había pasado por una crisis de las que dejan marcas para siempre. A Larrea no le importó. O, más bien: pudo ver belleza también en esas marcas.

Registrarla se le volvió una tarea cotidiana y, sospecho, un poco urgente. Es que los fotógrafos y los amantes conocen mejor que nadie la fugacidad de lo bello. Desde hace unos años, Larrea sale casi diariamente en bicicleta a recorrer sin rumbo las calles de una Buenos Aires que está siendo arrasada por el desamor, por el abandono y por una marea aparentemente imparable de nuevos edificios tan atractivos como cajas de zapatos. Va liviano, sin grandes equipos, sin trípode, sin artefactos de iluminación. Lleva su cámara, por supuesto. Pero sobre todo lleva su mirada. Es esa mirada lo que le permite ver lo que está a la vista de todos pero nadie ve hasta que sus fotos lo muestran. Un cisne en una escalera, un faro entre dos medianeras, las fotos de Larrea revelan siempre algo nuevo en edificios emblemáticos, algunos monumentales, íconos arquitectónicos de cierto momento de Buenos Aires, cúpulas extraordinarias, estructuras imponentes, grandes bancos y bibliotecas. Pero también edificios plebeyos y lobbies perdidos en cualquier barrio.

No es difícil ver en este relevamiento de flaneur porteño la huella que dejaron en la mirada de Larrea las imágenes con las que Horacio Coppola registró el ingreso de Buenos Aires en la modernidad, a mediados de la década del 30. Larrea muestra algo de lo que queda de aquella ciudad flamante. Pero la intención de su trabajo no es el registro sistemático de la arquitectura de Buenos Aires, sino más bien un retrato amoroso de la ciudad. Quizá a eso se deba la asombrosa facilidad, el envidiable goce, el fluido placer con el que hace su trabajo.

Cuando uno lo ve tomar imágenes con esa facilidad serena y gozosa o cuando conoce los trabajos que hizo en otras ciudades del mundo -tan llenos de belleza como éstos-, se pregunta si “El amante de Buenos Aires”, el título que Larrea eligió para esta muestra, no será su manera de callar con pudor y discreción que el amor de su vida es la fotografía. 

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